Decía Cansinos Asséns que tenía “el gesto silencioso del que sueña y recuerda”. Otros han observado que fue siempre un niño/viejo o un viejo/niño. También su madre señalaría que “Antonio no ha tenido nunca esa alegría propia de la juventud”. Nuestro poeta pertenece, sin duda, a ese grupo de artistas mayores que han caído en un conjuro que les atrapa y les aparta del mundo, algo que les sucede en la infancia a niños especialmente sensibles: el velo se desprende por un momento y hace imposible el retorno a la mirada de los vivos comunes y corrientes. Y, sin embargo, a Antonio Machado lo tenía yo asociado con lo muy vivo y muy común y corriente, pues lo que se vuelve muy popular y cercano a causa de su maravillosa sencillez, tiene como efecto (nada es gratis) el que algunas honduras y misterios comiencen a pasar desapercibidos.
Pero el oficio de ilustrador propicia, como en este caso, una relectura en un contexto diferente al que marcó mi memoria sentimental, y una exploración de los alrededores que puede trastocarlo todo, peces inesperados entre las redes. Así, ¿hasta qué punto renunció Machado al misterio de sus poetas franceses? ¿No entregaría, más bien, esa cuota que sacrifican los tímidos a cambio de poder seguir, bajo mano, haciendo lo que consideran? Aquel hombre bueno no salió jamás del jardín del Palacio de las Dueñas. Toda su obra, hable de lo que hable, está atravesada por esa flecha de oro que recibió, quién sabe qué mañana, junto a la fuente del patio. Aquella luz de los limoneros le dejó envenenado para siempre de melancolía, con el estupor de los que han conocido la maravilla y ya no pueden comprender cómo es posible que habitemos el horror.
Mis dibujos, ahora estaba claro, debían quedarse también en ese jardín: infancia, limones, una fuente… y el tiempo.