El David, de Donatello. El desconcertante sombrero del David, de Donatello, no sé por qué, me pareció la solución más idónea para darle fuste y vida a mi Satán. Necesitaba algo que le levantase el mentón, dotarle de un perfil de soberbia, de exceso, de altivez y desdén, como esos niños singulares y un poco antiguos que se disfrazan frente al espejo del dormitorio de sus padres, y ese sombrero me pareció una extraordinaria idea (cada año que pasa me lo parece menos, la verdad, pero, en fin, ya está hecho).
El caso es que aquel sombrero me dio mucho juego. Había decidido ya la idea medular de lo que sería mi adaptación del poema de Milton, o sea, mi lectura, y necesitaba dar una respuesta gráfica potente a ese personaje que se erige, asombrosamente, en el héroe auténtico del poema, Satán, que deviene un Ulises que hará su viaje iniciático atravesando océanos de caos y tiniebla; un rebelde con causa, la suya, a la que irá envolviendo en la grandilocuencia y los nobles ideales (libertad, dignidad, honor, resistencia frente a la tiranía…) aunque lo que, en verdad, le mueva sea el rencor por verse desplazado como delfín del Todopoderoso en beneficio de Cristo.
En primer lugar, el sombrerito me proporcionó una alternativa gráfica más manejable que la resultante de atenerme rigurosamente a la descripción de Milton, un Satán lleno de plumas y joyas, algo muy difícil de mover por las viñetas y que me plantearía serios problemas de legibilidad en las múltiples posiciones y perspectivas en que debería dibujarlo. Por aquel entonces, yo andaba empecinado en construirme una iconografía más mediterránea e intemporal, con la textura y la luz del gesso de los frescos. Había decidido dibujar a los personajes del poema desnudos y que todo tuviera la sencillez y eficacia de un atrezzo de teatro, para remarcar esa atmósfera de mundo creado, las manualidades de un dios que se aburre cósmicamente y construye un teatrillo de ficciones y maravillas para su solaz. Así que, al igual que Donatello con su David, necesitaba algo que distinguiera a aquel desnudo de Satán de los demás, y el sombrero adornado con flores y cintas le daba ese toque de sofisticación. También me permitió evitar algo peligrosísimo, y es que, en un cómic, una figura desnuda con un arma se te convierte enseguida en Conan, el bárbaro.
Por otra parte, todo líder revolucionario que se precie se autocorona de una forma paródica (sin ser muy consciente de ello) y el sombrero me daba gráficamente esa analogía bizarra, desafiante y blasfema con la coronación de Cristo como sucesor en el trono celestial. Le leí una vez a Umbral (no me acuerdo exactamente en qué novela y no me voy a levantar ahora a mirarlo) que no era cierto que la vida no nos diera lo que deseamos, sino que nos lo concede de una manera muy distinta a como habíamos pensado. Así, cuando yo era alumno hipermétrope, católico y sentimental en un colegio de curas, ya ambicionaba llegar a ser dibujante y, entre los proyectos que tenía en mente, figuraba hacer un cómic sobre Jesucristo. Hete aquí que, al cabo de los años, efectivamente, de alguna manera ha venido a materializarse ese propósito con mi adaptación de El Paraíso perdido, de Milton. Pero ni yo soy exactamente el dibujante que pensaba que llegaría a ser ni el cómic se llama ya cómic, sino novela gráfica, y el protagonista es más bien el diablo.
En definitiva, pareciera que la vida se burla constantemente de nosotros. No podemos dejar de oír su risilla a cada fracaso disfrazado de logro que alcanzamos. Así, también Milton realizó su hermoso y monumental poema para que William Blake le proclamara como príncipe de los poetas luciferinos; y el Hombre canjeó con una ventaja inesperada el Paraíso por la sabiduría: su conocimiento es aún más hondo que el de los mismísimos dioses, ya que éstos, si hacemos caso a Hölderlin, ignoran el dolor mientras que el ser humano tiene un doctorado en atrocidades.
Satán, asimismo, logra alcanzar el poder de una forma muy distinta a como lo había planeado. Será soberano de los páramos infernales, gobernará a demonios en lugar de ángeles. Y quizá también el tocarlo con aquel sombrero me vino al pelo para expresar gráficamente cuánto más nos identificamos en el poema con este personaje y cuán humano viene a parecernos. De alguna manera, también él acaba teniendo un conocimiento similar al nuestro, acaba teniendo algo de Hombre, al probar el sideral desamparo de la intemperie.